El Mundo Desencarnado

(Éste artículo fue originalmente escrito por el escritor Javier Sicilia, entre los meses de Abril y Mayo del año 2003; ha sido copiado de manera integrá en el presente blog con la intención de preservarlo).

 

El 17 de abril, jueves santo del 2003, el Papa envió al mundo católico su carta
encíclica Ecclesia de Eucharistia, en la que vuelve a recordarnos que la eucaristía no
sólo es “el núcleo del misterio de la Iglesia”, sino también, que ese pan y ese vino, por
el milagro de la transubstanciación, son presencia viva del cuerpo y la sangre de
Cristo, y que el acontecimiento, que sucedió en la Palestina de hace 2 mil años (la
encarnación, la muerte y la resurrección de Cristo) vuelve a encarnarse, a hacerse
presente todos los días en ese misterio fundamental de la vida de la Iglesia.

No es mi designio hablar aquí de las páginas controvertidas de la Encíclica en relación
con la comunión con otras iglesias (debate que, por la manera en que la prensa suele
descontextualizar las frases, se ha vuelto confuso), sino preguntarme ante ustedes ¿por
qué el Papa tuvo la necesidad de enviar una encíclica eucarística?

Me parece que se debe a que la catolicidad, sometida a la percepción que nos marca la
era de los sistemas – el subproducto contemporáneo de la tecnología-, nos impide ver la
profundidad de ese acontecimiento, lo que de alguna forma significa un proceso de
desencarnación de Cristo y, en consecuencia, del mundo mismo.

Esto, que en la encíclica Papal es una institución que aún no llega a desarrollarse con
todo el peso de la conciencia en la Iglesia –de ahí sus tremendas contradicciones:
mientras busca mantener vivos los signos de una Iglesia que preserva la encarnación,
pacta, al mismo tiempo, con un mundo cuyos valores constantemente la niegan-, fue
visto claramente por Iván Illich, cuyo pensamiento hunde sus raíces en una teología y
una historia de la encarnación.

En una carta escrita a su amigo, el científico Hellmut, poco antes de su muerte, con esa
forma apofática, casi elíptica, con la que Illich solía exponer sus ideas, habla de esta
desencarnación del mundo, que cuando escribía en alemán llamaba ausbettung, o en
inglés disembedding (acuñada por su maestro Kart Polany) y que a falta de un buen
equivalente en español habría que traducir por “desincrustación”, “desempotramiento”
o “desencastramiento”.

Para la mayoría de nosotros, que nacimos en la era de la desencarnación, es decir, en la
era de los campos de exterminio nazi, de los Gulags soviéticos, de Guernica, de
Vietnam, de Iraq, del dominio de las instituciones, del automóvil, de la televisión, del
genocidio, del proyecto Genoma, Internet y la clonación, esta percepción de Illich parece
difícil de entender, como es difícil de entender el énfasis que el Papa ha puesto ahora en
la eucaristía.

Sin embargo, tanto Wojtila como Illich –que en la intimidad tenía serias críticas a las
formas prevaticanas y ambiguas con las que el Papa suele ejercer su pastoral- pertenecen a esa última generación que vivió el brutal cambio de un mundo encarnado a uno que se desencarnó. “En otro tiempo –abre Illich su carta a Hellmut pensando en su próxima muerte-, quien moría abandonaba el mundo. Hasta ese momento había estado en él.

Nosotros dos pertenecemos a la generación de quienes todavía “llegaron al mundo”
(pero) que hoy están amenazados de morir privados de suelo (es decir, sin fondo, en un
abismo). De manera contraria a los miembros de todas las generaciones, nosotros
vivimos la ruptura con el mundo”.

En tiempos antiguos, incluso aquellos que renunciaban al mundo y se ponían al
margen de él, llevaban el peso de este mundo redimido en su carne. Cada parte de la
creación: olores, sabores, sensaciones del cuerpo, estaban en la piel como parte de ese
mundo en el que Cristo se encarnó para devolverle el sabor del Paraíso. Quienes se
inclinaban ante el misterio eucarístico, no sólo veían en él el pan y el vino, sino a Cristo
mismo, encarnado, participando en dos de las partes más elementales de una cultura.
Ese mundo en el que Illich y Wojtila nacieron, repentinamente se esfumó: el cuerpo,
ese cuerpo que tenía íntimas relaciones con el mundo, se desencarnó, dejó, por los
poderes de las instituciones, de la tecnología deificada y, ahora, de los sistemas, de estar
en él, se desincrustó de la historia; dejó de ser una carne de relaciones íntimas con el
mundo.

Todo el mundo empieza a ser destruido en su carnalidad y administrado por aparatos;
todos nuestros cuerpos sometidos a las instituciones tecnológicas que a su vez están
manejadas por aparatos. Yo no soy si no me ampara una credencial que lleva mi
fotografía, y no existo sin una clave llamada CURP.

Paul Celan, el poeta que más amaba Illich, ese hombre que vivió, a través de la
tecnología nazi –la misma que, ampliamente desarrollada hizo los recientes bombardeos
de Iraq-, los primeros procesos de la desencarnación en los cuerpos de los judiós de
Auschwitz, y que años después termino suicidándose en las aguas del Sena, fue muy
sensible a esta realidad de la desencarnación. Su mejor poesía, tan profunda como el
dolor que le introyectaron en su cuerpo despojado, revela que el pasado, ese mundo, –
tan bien descrito por los mejores cuentos de Isaac Babel- en que las comunidades judías
experimentaban la encarnación, se volvió polvo y sólo puede ser recordado. El mundo
de la encarnación –nos revela de alguna forma la dolorosa poesía de Clean- ya ni
siquiera yace enterrado bajo las capas de los escombros en las profundidades del suelo,
ha desaparecido bajo el espectro de los sistemas y de los expertos, como la frase que
borro con la tecla de mi computadora que dice “suprimir”.

“Lo que en el Tercer Reich era –dice Illich en su carta- todavía propaganda (del poder
tecnológico), se vende hoy como menú de computadora o como seguro, como asesoría a
estudiantes o como terapia tanatológica, anticancerosa o de grupo”. “Nos privan –decía
un jesuita que entubado en un hospital médico le prolongaban innecesariamente la vida de- nuestra propia muerte”; pero también, bajo el peso de la era de los sistemas, de las
minúsculas informaciones, de las amabilidades administrativas, de los consejos
profesionales, de la publicidad y de la necesidad de los servicios, de los manuales, de los
libros de autoayuda, de los facilitadotes, se nos priva de nuestra existencia, de nuestra
realidad encarnada.

“La realidad sensorial –vuelvo a la carta de Illich- está cada vez más recubierta por
mandos sensoriales para ver, oír, saborear. La educación para sobrevivir en un mundo
artificial comienza en los primeros libros escolares cuyos textos sólo son modos de
empleo de gráficas (que nada tienen que ver con el mundo encarnado de los sentidos);
esta educación concluye con la dócil predisposición de los moribundos a no juzgar su
estado más que por los resultados de las pruebas de laboratorio. Entidades abstractas,
excitantes y colonizadoras del alma han recubierto la percepción del mundo con un
acolchado plástico. Lo noto cuando hablo de la resurrección de los muertos con los
jóvenes: su dificultad no reside en una falta de confianza, sino en el carácter
desencarnado de sus percepciones, dentro de un modo de vida en constante distracción
de la carne.”

Juan Pablo II tiene razón al volver a recordar al mundo católico el misterio eucarístico
en el que la encarnación de Cristo y la redención del mundo de la carne se revela y se
hace presente; el problema que tiene, y con él toda la Iglesia, habitada también por la
desencarnación, es cómo nos devolvemos la percepción que nos permitiría no sólo
volverla a ver, sino a experimentarla con todo el peso de nuestros sentidos y de nuestra
pobre carne despojada. ¿Qué propuesta tenemos que hacer a nosotros mismos y al
hombre de un mundo desencarnado en el que estamos inmersos?

Illich, simplemente dejó esta reflexión, que recuerda con nostalgia ese mundo que
algún día tuvo ese magnífico y profundo peso de la carne y el suelo y que nos invita a
una ascética de los sentidos en un mundo artificial: “En un mundo hostil a la muerte, tú
y yo –le dice a Hellmut- ya no nos preparamos para que “la muerte nos acoja”, pero sí,
todavía, para una muerte intransitiva. En la ocasión de su septuagésimo aniversario,
celebremos la amistad que nos permite alabar a Dios por la realidad sensible del mundo
a través de nuestro adiós a ella”.

Javier Sicilia

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